jueves, 16 de febrero de 2012

La única realidad

¿Ya pudieron leer el primer capítulo? Bueno, ahora les dejo el número dos para que le peguen una leída. Este capítulo se llama: "El aburguesamiento". Espero que les guste.




-¿Me alcanza la toalla?- inquirió casi con desprecio Evangelina a Samantha, una de las tantas personas que servían en la vieja casa de San Isidro.

-Si señora- respondió ella con atormentada sumisión.

Prácticamente, y a grandes rasgos, ese era el tipo de relaciones que se fomentaban ahora en el “Chateau”, denominación que la casa había ido adquiriendo con el correr de los años y el acercamiento de la familia Domínguez Ascortia a sus raíces vasco francesas. Lo increíblemente triste de esto es que esas mismas tradiciones la llevaron a adoptar prácticas desneables, casi despreciables.

Evangelina Domínguez Ascortia era una de las 3 nietas de Don Alfredo. Hija de su segundo hijo, Maximilian, se había criado en la peor época del Chateau, aquella en la cual esa familia se había transformado de un grupo de gente humilde y trabajador en un desesperado intento familiar de sobresalir dentro de las altas esferas citadinas. Ya el objetivo no era el de hacía 60 años, donde el difunto Arístides pregonaba el trabajo por sobre todas las cosas, ahora la cosa era resaltar, ser alguien. En definitiva, esto no era algo más que banal y superficial. La familia había perdido su esencia, los valores que la hicieron pasar de la pobreza a la extrema riqueza.

Alfredo una vez terminados sus estudios universitarios se había puesto en pareja con una joven de alta alcurnia llamada Rosenda. El matrimonio llegó rápido, al igual que el embarazo de esta última. De él nació su primer hijo: Antonio. Pasaron tan sólo un par de años para que la pareja celebrase su segunda descendencia: Maximilian.

Como toda familia española, y teniendo la posibilidad de hacerlo, agruparse todos en un mismo hogar era casi una necesidad imperiosa. Salvo los casos ya contados de Lorenzo y Francisco que rehicieron sus vidas fuera del Chateau, el resto pasó en uno u otro momento por allí, como era el caso ahora de Maximilian, su mujer Clara Rodríguez y la rebelde adolescente Evangelina. Esto era así un poco por necesidad y otro poco por tradición, como ya se ha dicho. Necesidad porque Maximilian no gozaba de un trabajo estable, siempre había sido renuente al estudio y todos los puestos laborales donde se había desempeñado fueron gracias a contactos de su padre. Por su lado, su mujer Clara, no era la excepción. Provenía también de una familia acaudalada e importante de la zona norte del conurbano bonaerense. Sin embargo, ella sí había logrado forjar una carrera universitaria terminándola con éxito. Lamentablemente, nunca la había puesto en práctica por aquella vieja y estúpida creencia de que la mujer debe cuidar a los hijos y el hogar y el hombre debe llevar el pan. La realidad es que tenían el futuro asegurado de cualquier manera dado el status económico de ambas familias, por lo cual ello no podía ser nunca motivo de preocupación, mal que a Alfredo le pesase.

Para el ya anciano Don Alfredo, pronto a cumplir los 80 años, fue un golpe duro ver como su familia se convirtió en lo que era ahora, pero con el correr de los años comenzó a acostumbrarse. Sin dudas el aburguesamiento funcionaba para todos y nadie podía escapar a él: si las cosas vienen servidas en bandeja de plata, nadie las rechaza. Sin embargo lo que si no toleraba el viejo era el destrato para con el resto del mundo. Nunca se había sentido superior a nadie y por eso pretendía que tanto sus hijos como sus nietas respetasen ese mandato moral. Lamentablemente la joven Evangelina era demasiado revoltosa y poco atenta como para respetarlo, sin dejar de mencionar que sus padres no se preocupaban mucho por inculcarle los viejos valores familiares. La verdad es que no les interesaba.

Por su lado Antonio había formado una hermosa familia con su novia de la universidad: Inés Laborde. Ambos se habían conocido en un curso de Contaduría Avanzada en la carrera de Administración de Empresas. Fue amor a primera vista, y desde ese momento comenzaron una fuerte relación. Una vez recibidos se casaron y pasaron varios años hasta el nacimiento de las mellizas Rocío y Abril. A diferencia de Maximilian y Clara, Antonio e Inés habían logrado fundar su propia empresa, en la cual se encargaban de realizar importaciones y exportaciones de productos, entre ellos los granos, la leche y los otros productos obtenidos del ya enorme campo de la familia en Mercedes. Gracias a ello pudieron conseguir comprar un hermoso piso en una torre en plena Av. Del Libertador en el barrio de Nuñez en la Ciudad de Buenos Aires y su independencia fue bastante rápida. Sin dudas esto generaba en su padre y en su madre un gran orgullo, especialmente en el primero, ya que para Rosenda no era un gran logro trabajar y ganar el propio pan, de hecho ella nunca lo había tenido que hacer.

Para ese entonces Lorenzo y Francisco continuaban con sus vidas en el interior del país. Continúas peleas con su padre los llevaron a distanciarse de la familia, por lo cual la información existente de ellos era vaga y poco precisa. Se sabía que el primero había estado varias veces en pareja pero que nunca había llegado a conformar una familia enserio. Respecto del segundo su suerte fue más bien la de un hermitanio, contagiado por los hermosos paisajes de la Cordillera de Los Andes. Si bien seguía siendo dueño de la hosteria, ahora reconvertida en un hotel cuatro estrellas donde se hospedaban infinidad de turistas especialmente extranjeros, ella era administrada por gente de su confianza mientras él se recluía en el bosque viviendo en parte de la caza y la pesca.

José había fallecido de un tumor en el cerebro a comienzos de la década del 90’, lo que fue un gran golpe para Alfredo, ya que era su hermano preferido por haber sido el único que se mantuvo firme a su lado y, especialmente, por haber tenido la intención de mantener unida a la familia. Pocos días después de su muerte se enteraría, gracias una carta dejada por el propio José, de su homosexualidad y su aberración por las mujeres, algo que Alfredo nunca sacó a la luz por cuestiones de vergüenza. Para un duro viejo español estas cosas no son permisibles, no le era fácil adaptarse a las nuevas costumbres del siglo 21 y menos abrir la mente a nuevas posibilidades tal vez antes nunca concebidas por él.

En definitiva había sido Don Alfredo el único que había podido darle continuidad a la familia Domínguez Ascortia. El sueño de Arístides, al menos de manera parcial, se había cumplido.