viernes, 27 de enero de 2012

La única realidad

Les voy a dejar el primer capítulo del cuento/novela que estoy escribiendo. El capítulo se llama "Sangre, sudor y lágrimas". Espero que les guste.


El día a día de la vieja casa de San Isidro era casi perfecto. Tal vez ese no era el adjetivo que mejor describía la situación allí, sino que se podría decir que era algo normal. Nada faltaba nunca, por lo tanto la perfección no podía nunca alcanzarse: era simplemente así.

La familia Domínguez Ascortia transcurría sus días con una normalidad envidiable para el noventa y nueve por ciento de la población del resto del país. Una casa estilo mansión con unas dos hectáreas de jardín dentro de las cuales se encontraban una pileta olímpica, una cancha de tenis y hasta un establo donde Don Alfredo, el jefe de la familia, guardaba sus tan apreciados equinos con los cuales enseñaba a sus queridos nietos a galopar. Sin dudas cumplía muy bien el rol de abuelo, no sólo porque no se privaba de nada al momento de darle todos los gustos a los pequeños sino también porque tenía un cariño genuino por ellos.

Alfredo Domínguez Ascortia era español de nacimiento. Había llegado muy de pequeño a la Argentina traído por sus padres allá por los años 30’. Como casi todos los inmigrantes de post guerra llegó al país con una mano atrás y otra adelante, es decir, sin nada más que sus ganas de salir adelante. En un principio se habían instalado en un conventillo del barrio de La Boca, donde compartían habitación con varias familias inmigrantes, mayormente italianas y españolas, pero también resaltaban los pequeños judíos con sus kipás. Sólo les alcanzaba para eso, ya que su padre, Arístides Domínguez, trabajaba de sol a sol estibando cargas en el puerto de Buenos Aires y su madre, Isabella Ascortia, debía quedarse cuidándolo a él y a sus 3 hermanos: Lorenzo, Francisco y José.

Afortunadamente para Arístides y su familia, aquellos años eran muy prósperos para el país más austral del mundo. El hemisferio norte se batía en guerras interminables que generaban pérdidas inagotables de riquezas y que, a su vez, exigían ayuda alimenticia de parte de países emergentes como Argentina y Australia para poder continuar con dichas batallas. La inmensidad del territorio argentino, junto con su impresionante fertilidad y la poca cantidad de población que se encontraba habitando el mismo por esos años eran el combo ideal para que los inmigrantes pudiesen salir a flote rápidamente. Cualquier persona que en ese momento tuviese ganas de ponerse manos a la obra iba a tener su recompensa, y desde ya que Arístides y familia no fueron la excepción.

Rápidamente consiguieron hacerse de un pequeño terreno de unas tres hectáreas en las afueras de la Ciudad de Buenos Aires, específicamente en la localidad de San Isidro, que por ese entonces no era más que campos con casas estilo ranchos donde vivían los poco afortunados que no tenían la capacidad económica de poder tener un piso en alguno de los lujosos departamentos del centro de Buenos Aires, rematado por el mítico obelisco ubicado en la intersección de dos de las más importantes avenidas del país: 9 de Julio y Corrientes. A decir verdad el terreno no daba para mucho, pero le permitió a Arístides construir a fuerza de sudor y lágrimas una digna casa donde poder habitar con su mujer y 4 hijos y, además tener una humilde huerta de donde obtener, no sólo la comida para subsistir día a día, sino una pequeña renta extra por medio de su venta a los grandes comerciantes de la ciudad.

Ya habiendo pasado aproximadamente unos 4 años de aquel arribo al puerto de Buenos Aires la familia Domínguez Ascortia era poseedora no sólo de dichas hectáreas en San Isidro sino de también un campo bastante más amplio en una pujante zona en el interior de la provincia llamada Mercedes. Allí Arístides logró ampliar su producción agropecuaria, dejando de lado la vieja y rudimentaria huerta para pasar a sembrar y cosechar trigo y maíz, alimentos que estaban en pleno auge promediando la segunda guerra mundial. En el campo trabajaban todos, nadie estaba liberado de una tarea. Isabella cuidaba del hogar como siempre y los cuatro mocosos ayudaban al padre a sembrar el campo todo a mano, caminando metro por metro y arrojando las semillas que luego se convertirían en grandes plantaciones que serían vendidas.

Fue en ese momento de prosperidad en el cual los padres comenzaron a exigir a los niños la asistencia a la escuela. El país ofrecía la posibilidad de aprender gratuitamente y eso no debía ser desaprovechado. Ya se habían lamentado tanto Arístides como Isabella de no haber podido ellos aprender a leer y escribir cuando ambos vivían en España cada cual en su hogar. Así fue como la bonanza económica permitió a Arístides dejar a su mujer e hijos en su casa de San Isidro a fin de que estos últimos pudiesen asistir a alguna escuela cercana y a él trabajar en el campo de Mercedes junto con algunos empleados que ya había podido contratar. A veces pasaban varios meses sin que Arístides viera a su familia, pero la costumbre de luchar y siempre salir al frente era más fuerte. Ya tenían todo lo que necesitaban, no pasaban nunca hambre, pero la codicia y las ganas de tener más lo llevaron a esforzarse aún por encima de sus posibilidades físicas. Además en esos momentos no tenían otra forma de movilidad que no fuese algunos caballos que habían ido comprando con el paso de los años para facilitar un poco el proceso de siembra. Luego Arístides los utilizaba para movilizarse entre Mercedes y San Isidro. En esos años los automóviles se hacían más y más populares y su producción crecía a raudales, pero Arístides entendía que no podían darse el lujo de optar por uno, al menos en esos momentos.

El año 1945 fue uno bisagra. Por un lado finalizó la guerra mundial y por el otro asumió el General Juan Domingo Perón la presidencia del país, algo que fue del agrado de Arístides, el cual recordaba con agrado la formación militar de su padre. La Argentina se disparó. La economía creció aún más todavía, apuntalada especialmente por el acelerado proceso de industrialización impulsado por Perón pero también por la siempre importante industria agrícola-ganadera, el bastión clásico de la Argentina. Para ese momento Arístides había pasado de tener solamente plantaciones de trigo y maíz para concentrarse también en la cría de ganado vacuno, el cual había conseguido obtener gracias a la adquisición de campos aledaños al propio en la localidad de Mercedes. El crecimiento no parecía tener fin. Alfredo, el mayor de los cuatro hermanos, estaba terminando la escuela, lo cual era un gran orgullo para sus padres. El resto en mayor o menor medida seguían adelante con sus estudios, pero claramente era Alfredo el que se destacaba y por ende el que era preferido de entre los cuatro. Además con el General Perón se reforzó la educación pública, mejorándose instalaciones y otros avatares. Alfredito estaba seguro de que al terminar la escuela secundaria quería empezar la universidad, y teniendo la posibilidad de hacerlo de forma gratuita nada se lo iba a impedir. La fama de la Universidad de Buenos Aires para esos años era ya insoslayable, y la carrera de Ingeniero Agrónomo era su objetivo. Arístides no podía estar más orgulloso de él.

Ya para finales de esa década los años comenzaron a pasarle factura a Don Arístides. Le costaba manejar todo sólo y fue Alfredo el que comenzó a tomar las riendas del negocio familiar. Nada hacía pensar de que la cosa pudiese empeorar. La prosperidad del país era evidente y la experiencia agropecuaria de la familia Domínguez Ascortia había ido in crescendo, por lo cual el éxito estaba asegurado. El trigo y el maíz iban viento en popa y la familia cada vez disponía de más y más cabezas de ganando. A las ya existentes vacunas se les habían comenzado a sumar unas cuantas porcinas. El valor internacional de la carne iba en aumento y eso hizo que las exportaciones aumentasen de manera exponencial. Ya casi ni se vendía al mercado local y el principal mercado era la Europa de post guerra. Para esos momentos Alfredo ya promediaba la carrera de ingeniería y Arístides estaría por cumplir sus largos 68 años. Mientras tanto Isabella seguía avocada al mantenimiento de la ya gran mansión que los Domínguez Ascortia ostentaban en la ahora coqueta zona residencial de San Isidro, la cual había pasado de ser un caserío a una zona de casas quintas donde solamente podían residir aquellos potentados económicamente. El valor del metro cuadrado por esos lugares se había disparado a las nubes.

No había una sola noche en la cual Alfredo no recordase la forma de vida que llevaba su familia hacía no más de 15 años y lo que su propio padre le había dicho en esos momentos: “Trabajar es la única forma de triunfar. El trabajo te hace más hombre”. Esto le había quedado grabado en la mente al ahora adolescente Alfredo, y él siempre había seguido ese precepto. Iba a la universidad alrededor de 6 horas por día y luego viajaba no menos de 3 horas para poder hacerse cargo de las labores campestres en Mercedes. Para ese momento la familia ya disponía de dos autos marca Ford y uno lo conducía Alfredo de manera permanente. El otro, como es de suponerse, estaba en manos del padre.

Los hermanos de Alfredo no siguieron exactamente su mismo camino realmente. Si bien habían logrado terminar el colegio secundario, no tenían sus mismas ganas de asistir a la universidad. Fue en ese momento en el cual Arístides les dijo: “Es el estudio o el trabajo”, con lo que automáticamente los tres prácticamente se radicaron en Mercedes a trabajar día y noche en el ahora inmenso campo familiar, sumándose así a la peonada que para esos momentos ya disponía de casi 20 miembros. Ellos no lo sentían como una deshonra, pero si estaban un poco envidiosos de Alfredo, ya que su padre lo tenía como el preferido. El pasar de los días, meses y años hizo que la práctica llevase a cada uno de ellos a hacerse expertos en diversas cuestiones agrícola-ganaderas. Esto les permitió comenzar a pensar en independizarse de su padre, el cual claramente no les tenía una gran estima. Si bien no peleaban de manera constante, se notaba el desprecio que Don Arístides tenía hacía ellos, o al menos la diferencia de trato con la cual se manejaba con Alfredo. Uno a uno comenzaron a marcharse. Lorenzo se quedó en Mercedes pero pasó a estar empleado para una industria de tractores, realizando partes para ellos y ensamblando las mismas. Francisco, claramente el más aventurero, decidió tomar todos sus ahorros e irse a probar suerte al sur del país, donde con unos pocos pesos argentinos pudo adquirir una pequeña porción de tierra en un insipiente caserío llamado San Martín de Los Andes a la vera de la Cordillera de Los Andes. El lugar era demasiado pequeño como para que hubiesen demasiadas cosas para hacer, pero él adoptó la experiencia de su familia y se hizo una huertita con la cual pudo sobrevivir los primeros meses. Para sorpresa de muchos el lugar comenzó a tener una repercusión sensacional en poco tiempo y Francisco pudo comenzar a cobrar una pequeña renta a los turistas que visitaban el poblado por quedarse a dormir en unas habitaciones que él mismo había construido con sus manos. El negocio adquirió tal magnitud que en cuestión de un par de años Francisco pudo adquirir nuevos lotes de tierra aledaños al suyo para agrandar su vivienda y así construir una especie de “hostería”, donde ahora podía alojar a mayor cantidad de visitantes y así sacar una jugosa renta. Finalmente José se decidió por volver a la casa de San Isidro. Convivió con su madre y las criadas por un par de años, en los cuales fue capaz de ir consiguiendo distintos trabajos en empresas ubicadas en la Ciudad de Buenos Aires. Finalmente recaló en una empresa de origen italiana, cuyos dueños eran viejos conocidos de su padre: La Serenísima, la cual había sido fundada allá por 1929 pero había comenzado a tener un fuerte crecimiento en la década del 40’, momento en el cual Arístides había comenzado a hacer negocios con los hermanos Antonio y José Mastellone, dueños de la mencionada, vendiéndoles la leche obtenida de los tambos que había instalado en esos años en Mercedes para que estos últimos luego pudiesen comercializarla a través de su empresa.

José, si bien sin estudios universitarios, creció rápidamente dentro de La Serenísima. Era una persona muy inteligente y ágil. Aprendía muy rápido las labores e, inclusive, se preocupaba por aprender tareas que no le correspondían de acuerdo a su horario laboral. Su proactividad lo llevó a ser considerado una persona importante dentro de la empresa. En ella hizo de todo: fue cadete, administrativo, vendedor, hasta que consiguió un puesto como supervisor dentro del equipo de contabilidad y facturación. No le fue necesario estudiar para poder desempeñarse así. Todo lo había aprendido con la práctica, y aquello que no sabía lo preguntaba. Así fue como la familia Domínguez Ascortia en un lapso de no más de veinte años pasó de ser una pobre e indigente familia de inmigrantes españoles que vivía en un conventillo junto a innumerables otras familias del estilo a ser terratenientes en varios puntos del país con muy buenos resultados económicos y un porvenir destellante, todo gracias a las enseñanzas de Arístides: “Trabajar es la única forma de triunfar”.

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